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El verdadero aroma de la trufa

Por 15 marzo, 2016 Con-Tenedor

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¿A quién no le gusta la trufa? ¿Quién no ha pedido que por favor le incorporen a su plato de pasta o de huevo algunas lascas más? Es uno de los productos más deseados, pero también de los más controvertidos, tanto por el desconocimiento existente como por la ambigüedad a la que juegan distribuidores y hosteleros.

Como es un tema tan amplio y es complejo abordarlo en apenas unas líneas, vamos a intentar diferenciar los cuatro tipos principales de trufa que podemos encontrar. La más valorada y escasa es la trufa blanca o Tuber Magnatum. Es una rareza, su color es más claro que el resto de especies, un ocre pálido, con lo que aunque no es blanca si encontramos diferencias notables a la vista, y por supuesto al olfato. Se debe consumir en crudo, no admite bien el calor.

 

 

La segunda más valorada es la Tuber Melanosporum, también conocida como trufa del Périgord, muy fragante y delicada, oscura por fuera y veteada por dentro. Ésta sí permite su cocinado, aunque su consumo en crudo es la mejor opción.

Después, podemos encontrar en el mercado a precios más baratos y fomentando la confusión, las denominadas estacionales, trufa de invierno o Tuber Brumale y la de verano o Aestivum, negra por fuera pero más blanquecina por dentro, ambas menos valoradas, aunque la de invierno se acerca en calidad a la melanosporum. Y por último encontramos otras especies menos presentes y cotizadas, como la uncinatum o la mesentericum. Vamos, todo un lío en el que algunos aprovechan para pescar en río revuelto.

La mayor característica de una buena trufa es su aroma. Si cuando se acerca a la mesa no percibimos un nítido e intenso olor no es una trufa de calidad. Hay muchos más factores que la especie. Influye mucho el clima, el árbol y terreno que las cobije, así como otros aspectos como la altitud. Hoy en día la mayoría de las que llegan a nuestras manos son cultivadas y se obtienen plantando pequeños árboles de encina, roble o avellano que estén infectados por el hongo o inoculados. El proceso es lento, consiguiendo las primeras trufas entre los 6 y 8 años. Una forma de diferenciar las silvestres es que suelen ser más rugosas e irregulares por crecer en terrenos más pedregosos. Otra diferencia suele ser el menor tamaño, ya que las cultivadas se suelen regar y ello quieras o no engorda el hongo, el ojo, y el bolsillo.

La trufa tiene una conservación delicada, y cada día que pasa pierde algo de aroma. Si optamos por la nevera hay que envolverla en papel absorbente, tenerla en un recipiente hermético para que no capte otros aromas, y abrirlo una vez al día para que respire. También se pueden congelar aunque no es lo ideal.

En la trufa blanca su principal componente es el bis (metiltio) metano, mientras en la melanosporum encontramos dimetil sulfuroso, dimetil disulfuroso, etil butirato, 3-metil 1-butanol y 3-etil 5-metilfenol. ¿Esto en qué se traduce? En que la blanca tiene aromas a gas metano y en ocasiones a ajo, y la negra de calidad a hummus o madera húmeda, y a queso roquefort en algunos casos, aunque estos son cambiantes en función del “terroir”, casi al estilo de cómo sucede en el mundo del vino. La tierra manda. Cuanta más profundidad más aroma suelen tener.  El problema viene de las imitaciones, de las copias, de los aceites aromatizados con trufa, que suelen ser aromas sintéticos que más que aportar restan a los platos en los que se incorporan.

Las trufas son una delicia, dignas de las mejores mesas y dispuestas a rituales que no se deben perder. Tocar una trufa, olerla y saborearla siempre merece la pena. Purifica el alma, y cura hasta las gripes.

http://www.clubpasionhabanos.com/

 

 

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